miércoles, 18 de noviembre de 2015

A favor de hablar en los conciertos.



Antes de ayer fui a ver el concierto de Richard Hawley en Madrid. Al término de la tercera canción, Standing at the Sky's Edge creo recordar, el músico inglés se dirigió al público para preguntarnos si había mucha gente rica en la sala. Asumía que ese debía ser el caso, porque de lo contrario no se explicaba por qué nadie iba a pagar una entrada para dedicarse a hablar cuando eso mismo lo podían hacer en casa sin costarles dinero alguno.

Lo cierto es que apenas había nadie hablando. Al menos no la suficiente gente como para que aquellos que estábamos en silencio entre el público nos sintiéramos molestos, con lo que se hace difícil pensar que ese mínimo murmullo (insisto, nada en comparación con lo que suele ser habitual entre el público madrileño) pudiera llegar a incomodar a quienes ocupaban el escenario. Pero esto no iba a ser impedimento para que Hawley soltara su chascarrillo gruñón, siendo como es ya un elemento más de su repertorio: es la tercera vez que voy a verle en directo y las tres he escuchado el mismo comentario-broma. Con semejante historial, no cuesta imaginarle repitiendo la misma cantinela aunque actuase para una asociación de sordomudos.

Yo no suelo hablar casi nada cuando voy a conciertos, salvo aquellas veces en que voy a ver a amigos y es más un acto social que otra cosa. Si no lo hago es precisamente porque, con independencia de lo mucho o poco que me haya costado la entrada, he acudido hasta allí para ver a la persona o al grupo que está actuando sobre el escenario. Mi capacidad de concentración es muy limitada, así que evito en la medida de lo posible tener conversaciones paralelas porque me lleva un buen rato volver a meterme en el concierto. Eso no me impide ver que existe gente cuya manera de disfrutar las cosas puede ser diferente a la mía y con el mismo derecho que yo a quedar satisfecho.

Esperar que un concierto que tiene lugar en una sala de fiestas en la que se sirve alcohol y con varias barras abiertas transcurra en medio de un silencio sepulcral está tan fuera de lugar como creer que esa mismo local es el salón de tu casa y que en él puedes hablar a gritos con tus amigos y carcajearte. Pero para todo existe un término medio, y las charlas entre canción y canción, e incluso durante las mismas, tengan o no que ver con lo que sucede sobre el escenario, forman parte indisociable de la experiencia de la música popular en directo.

Ir a un concierto de música rock (pop, rap, blues, trap...) es un acto social y, por lo general, festivo. Es un acto de ocio cultural. "Cultural", sí; pero "ocio" también. Hay una contradicción terrible en preguntarle al público "¿qué os parece mi rock'n'roll?" después de haberles pedido solemnidad; una triste desmemoria sobre el origen de lo que hacemos y para quién lo hacemos, que resulta sorprendente viniendo de alguien como él.

Del mismo modo que no me gustaría que el cocinero de un restaurante me pidiera explicaciones de por qué no me he terminado uno de sus platos o que un director de teatro me echase en cara haber dado un cabezazo en el segundo acto de su obra; para mí, como espectador, encontrarme con el músico al que he ido a ver riñendo a parte de la audiencia (sin tener razón, además) me resulta mucho más molesto que la gente que pueda estar charlando a mi lado. En primer lugar, porque demuestra un desconocimiento absoluto de la jerarquía de la situación: es él el que está al servicio del público, quien tiene la obligación de agradarlos, y no al revés.

En segundo lugar, por falta de humildad: si la gente se pone a hablar en un determinado momento de tu actuación, lo primero que debes plantearte es que igual estás haciendo algo mal. ¿A que nadie dijo ni pío durante Coles Corner, Tonight the Streets Are Ours o Open Up Your Door? ¿No puede ser que durante los siete minutazos de guitarreo onanista de Standing at the Sky's Edge aburrieses a parte de la sala, Richard Hawley? Incluso aunque estés haciendo todo a la perfección, si con esa canción parte del público desconecta, lo mejor que puedes hacer es recuperarlos con la siguiente, no echarles la bronca.

Y en tercer lugar, y más importante, no existe peor falta de educación que afear la conducta de alguien en público (especialmente, cuando se trata de un desconocido). A diario me cruzo en el metro con algún chaval que pone música para todo el vagón; no me gusta, pero me aguanto porque yo no soy nadie para llamarle maleducado. Si voy al médico siempre hay alguna señora hablando a todo trapo por el móvil en la sala de espera; me jode, pero me callo porque está fuera de lugar decirle que cuelgue y llame al salir. Viajo en tren y hay un niño que no para de berrear; me molesta, pero me pongo los cascos y subo la música porque yo no soy quién para decirle a la madre que amordace a la criatura. Y esto es así porque LA GENTE QUE CHISTA A LOS DEMÁS DA PUTO ASCO.

jueves, 8 de octubre de 2015

Las economías mourinhistas.


Apenas hemos entrado en octubre y en todos los espacios deportivos se habla ya de la inminente hostia que se va a pegar el Chelsea en esta tercera temporada del segundo advenimiento de Jose Mourinho. Finalmente se hace evidente algo que, por otro lado, se podía deducir fácilmente sin necesidad de ser un genio o un experto futbolístico: que los métodos del preparador portugués, a la larga, son muy poco productivos.

Esto no impide, sin embargo, que para muchos su imagen siga identificándose con el éxito más absoluto, lo que nos revela una terrible verdad esencial del tiempo en que vivimos: el triunfador como aquella persona que consigue sus logros a costa de exprimir el trabajo ajeno por encima de lo recomendable y de hipotecar el futuro; aquel que, en definitiva, no construye, sino que explota.

No parece descabellado afirmar que el buen o mal trabajo de un gestor se ha de evaluar no solo por las cotas alcanzadas durante el tiempo en que este esté al mando, sino también por las posibilidades de éxito que de él hereden sus sucesores y por el crecimiento que potencie en el personal que esté a su cargo. El bagaje de Jose Mourinho en este sentido es desolador. Allí donde ha pasado ha dejado poco más que tierra quemada. E, insisto, a pesar de ello hay quien le sigue identificando como el mejor entrenador del mundo, lo que quizás no resulte tan extraño si atendemos a la ideología hegemónica actual.

Vivimos en un mundo que privilegia los objetivos a corto plazo sin importar sus consecuencias o lo insignificantes que puedan parecer en comparación con otras opciones de rentabilidad más tardía. A ninguno nos resulta ajena la figura de un responsable que se sirve de resultados inmediatos como trampolín hacia mejores posiciones. Puesto que los criterios con los que se le evalúan no son otros que el aquí y ahora, no es de extrañar que todas sus decisiones privilegien el hoy por encima de cualquier otra consideración. Él recogerá los frutos de las cosechas exhaustivas dejándole a sus sucesores el marrón de lidiar con las consecuencias.

Lo triste es que este modus operandi no es exclusivo de la empresa privada, donde no pasa un mes sin que se descubra algún pufo de consecuencias catastróficas para la economía mundial por parte de alguna gran compañía, sino que también se ha extendido a la esfera pública. Miles de madrileños siguen convencidos de que Gallardón es el mejor alcalde que han tenido nunca, a pesar de haber endeudado a la ciudad muy por encima de sus posibilidades y de haberla arruinado para varias generaciones. "Mira qué infraestructuras", siguen defendiendo muchos, lo que viene a ser poco más o menos que decir: "Mi padre es el mejor porque me ha comprado una mansión. Ahora solo tengo que preocuparme de pagarla con el 90% de mi sueldo de aquí a que me muera sin que me quede liquidez para nada más".

No han pasado ni diez años del desinfle de la burbuja inmobiliaria y las voces que abogaban por una reestructuración del sistema productivo hacia modelos de crecimiento más sostenibles, seguros y rentables a largo plazo han vuelto a quedar sepultadas bajo medios generalistas que celebran la subida del suelo como signo de recuperación económica, el regreso al pan para hoy y hambre para mañana al que nos aboca el ladrillo. Se aplaude también la creación de empleos para los que habría que inventar un adjetivo que fuera más allá de precario, por lo gastado que ha quedado este adjetivo empleado en puestos que, paradójicamente, hoy parecen inasequibles por lo mucho que se ha deteriorado la oferta.

Allá por donde pasa, Jose Mourinho deja a los jugadores las facturas de su fiesta, a los clubes la tarea de reconstruir unas estructuras desbastadas, a su sucesor el cometido de sanear un ambiente viciado. Al despedirse exhibe una lección dialéctica que los líderes de nuestra economía ya tienen bien aprendida: la primera persona del singular, el "yo", aparece cuando gano; la primera del plural, solo cuando pierdo, momento en el que, sí, perdemos todos.

martes, 1 de septiembre de 2015

El último día de las vacaciones.


Cuando era pequeño tenía, como muchos de vosotros, una asignatura de nombre ridículo que a día de hoy aún provoca que los que estudiaron en planes educativos anteriores a los nuestros se pitorreen: Conocimiento del Medio. En esa amalgama capaz de incluir en un mismo libro el aparato reproductor femenino y los ríos de Aragón, estudiábamos también Historia. Y en ella, las distintas revoluciones industriales y las subsiguientes conquistas de las clase obrera.

En estas estábamos cuando me encontré por primera vez con el concepto de "vacaciones pagadas". En un principio me lo tomé de manera literal, por difícil que me resultase imaginar al patrón de una fabrica cerrando paquetes vacacionales en la Costa Azul para toda la plantilla. Después nos lo explicaron y, aunque no era algo tan idílico como lo que había visualizado en un primer momento, en absoluto era un logro baladí, a pesar de que se tratase de una de esas conquistas que, por su pura lógica (que el trabajador tenga derecho a un descanso remunerado que se prolongue más allá del estipulado entre jornada y jornada), una mente infantil no pueda explicarse cómo se tardó siglos en conseguir.

No muchos años después de esa clase de Conocimiento del Medio empecé a trabajar por primera vez, a los dieciséis, y casi sin dejar de hacerlo desde entonces tuve que esperar hasta haber cumplido casi los treinta para poder disfrutar de vacaciones pagadas por primera vez. Después de años de trabajos sin contrato, por obra y servicio sin derecho a vacaciones, como autónomo... la posibilidad de pasar dos semanas sin ir al tajo y seguir cobrando me parecía casi irreal. Me recuerdo bromeando con mis compañeros, diciéndoles "bueno, yo los primeros días me vengo igualmente y me quedo a un ladito por si acaso".

Por mucho que lo dijese de broma, esa normalización a la hora de desposeernos de derechos que habíamos tardado años en conseguir es uno de los grandes triunfos del neoliberalismo. La cantinela del "años por encima de vuestras posibilidades" llevada a la práctica; ese por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa que fue el "albañiles viviendo mejor que médicos" que todos debíamos entonar como acto de contrición por el pecado de haber querido disfrutar de los privilegios del señorito (y ante al que de nada servía objetar que habría que ver qué médico y qué albañil, el trabajo del uno y el del otro).

En definitiva, la existencia de tarugos que opinan que la asistenta, el frutero y el mecánico no debieran tener derecho a según que cosas, por más que nos sorprenda, no es algo tan fuera de lo común (echad un vistazo a los retuits de Masa Enfurecida o a las tertulias del TDT Party), y todos pudimos comprobarlo con la ridícula polémica de las vacaciones de Carmena, que no parece que tuviera un descanso a todo a trapo precisamente.

Es más desconcertante que ese tipo de mentalidad acabe llegando a los propios trabajadores, que a mi regreso a Madrid después de una semana fuera, cuando mi padre me pregunta cuándo me reincorporo a trabajar y le respondo que aún me quedan siete días, él me replica "joder, macho, cómo vives". Porque yo a veces también me sorprendo pensando que me estoy dando un lujo que no me debiera permitir, incubando cierto sentimiento de culpa por pequeños caprichos que me apetecen, que me he ganado con mi esfuerzo y que puedo costear y que, sin embargo, el clima de incertidumbre y precariedad reinante me llevan a darles a una importancia sobredimensionada.

domingo, 26 de julio de 2015

Mari y las Superamigas.


Conocí a Mari en 2012 un día que vino a vernos tocar a Rusos en el Costello. Llevaba el pelo largo y asalvajado, que era como lo solía llevar en aquella época, como si se hubiera caracterizado para interpretar a Janis Joplin en una obra musical sobre Woodstock y hubiese acabado a tortas con sus compañeros de reparto.

También llevaba una camiseta muy chula de Steve Urkel y unos vaqueros que le hacían un culo fantástico y que desde entonces conocimos como “pantalones del buen ojete”. Mi amigo Dani y yo nos fijamos en este último aspecto al terminar el concierto, hasta que Mari y sus amigos se acercaron e Iván nos la presentó. Habían estudiado juntos hacía años en la Facultad de Bellas Artes de Altea, donde a Mari se la conocía como Carrie por su apellido, Carrilero.

Aparentemente, nada de esto era nuevo para mí; era la tercera vez que nos presentaban, pero yo no lo recordaba en absoluto. Mari insiste en que en las dos ocasiones anteriores no había conseguido retenerla en mi memoria porque entonces ella estaba bastante más gorda. Y es muy posible que así fuera. De vez en cuando, me alegra disponer de este tipo de anécdotas que rechacen cualquier atisbo de profundidad en mí y corroboren mi condición de hombre superficial: puedes ser la persona más maravillosa del mundo, pero si quieres perdurar en mis recuerdos vas a necesitar un buen culo.

Más tarde esa noche, nos fuimos a una fiesta en una casa invitados por los Templeton, y Mari, con su habitual jovialidad, rápidamente se convirtió en el centro de atención de nuestro pequeño grupito. Muchos de los chicos de la fiesta se le acercaban echando currículums, y eso que tenía una calentura en el labio que también llamaba la atención y que hace que aún hoy de vez en cuando cantemos “el día que te conocí / tenías un herpes muy goooordo”, con el ritmo y la melodía de Los días, de los propios Templeton.

Salimos de esa casa encaminados hacia el piso de Mari, donde sus compañeros estaban dando otra fiesta en la que supuestamente había un montón de chicas. Iván, que ya les conocía, tenía que darnos la dirección, pero no volvió a coger el teléfono en toda la noche. Todo buen depredador sabe lo crucial que resulta eliminar a la competencia. Respect. El resto nos fuimos al Nasti.



Dio la casualidad de que la semana siguiente me volví a encontrar un par de veces con Mari, ya sin calentura, con otros pantalones y con el pelo aún asalvajado. Como siempre que nos veíamos nos reíamos mucho, el día de la segunda coincidencia decidimos dejar aparcados nuestros planes para la tarde y nos fuimos a merendar juntos. Después de mucho discutir sobre si dulce o salado, fuimos a la antigua cafetería que había en la Corredera Alta de San Pablo haciendo esquina con la calle Don Felipe. Este sitio tenía siempre un aire muy oscuro, un tanto deprimente y nada de lo que hacían estaba especialmente bueno. Aún así, me da pena que lo hayan cerrado para abrir un The Good Burger, que es una cadena que me da muy mala espina.

Merendamos una palmereta de chocolate a medias y sendos cafés con leche. Después dimos un paseo por Corredera en el que nos encontramos con uno de mis archienemigos (creo que soy demasiado joven para tener más de un archienemigo) que resultó ser un antiguo compañero de piso de Mari que perdió la cabeza después de enamorarse de ella. Al final va a ser verdad que en el mundo estamos cuatro y los demás son extras.

Nos contamos un montón de tonterías y nos reímos muchísimo. Mari saca a la luz un lado muy payaso de mí que, por mi timidez, suelo reservar para mi círculo más privado. Pero desde que la conozco, esa faceta mía está mucho más presente y a flor de piel. No se me ocurre nada mejor que un amigo pueda ofrecerte que potenciar tu naturaleza, que ayudarte a ser una versión mejor de ti mismo. Desde esa tarde somos íntimos.


A lo largo del año siguiente, Mari también se hizo muy amiga de Elisa, la batería de los Rusos. De entrada, se me ocurren pocas personas que puedan tener formas de ser más opuestas. Elisa, como yo, es todo cinismo y su visión de la vida no es precisamente optimista; y Mari, que en ocasiones parece una mezcla perfecta entre un bebé y una señora mayor, que es mucho más inocente y confía en la bondad del ser humano, no es precisamente así. Sin embargo, pronto se hicieron bastante amigas, lo que hizo a su vez que Eli y yo nos acercásemos aún más.

Evidentemente, Elisa y yo, siendo compañeros de grupo, ya nos teníamos bastante cariño. Nadie está cinco años en un grupo que no tiene éxito llevándose mal con sus demás compañeros. Pero los grupos también acarrean una serie de obligaciones y necesidades que derivan en unas dinámicas bastante particulares y difíciles de entender cuando no se han vivido desde dentro. Se convierten en una especie de familia con sus típicos roles en la que ocasionalmente te encuentras gritándote con los demás miembros para ver qué hacer con la casa del pueblo o cuál es la hora adecuada para comer los domingos.

En ese sentido, creo que Elisa es lo más cercano que estaré nunca de tener una hermana pequeña. No solo por el grupo en sí y sus dinámicas, sino por lo mucho que me recuerda a mí mismo en muchos aspectos. Tanto ella como yo tiramos mucho de coraza a la hora de relacionarnos con el mundo y, de algún modo, tengo la sensación de que desde que conocemos a Mari los aspectos más positivos de nuestra relación se han potenciado. Esa es una de las cosas que más le admiro: su facilidad natural para que la gente se abra y se una en torno a ella.


Desde la primavera pasada hemos gastado muchas horas hablando de tonterías en nuestro grupo de chat, que primero se llamó Superamigas, más tarde ¿Qué coño significa Outfit?, tiempo después La Mari ya sabe lo que significa Outfit y en la actualidad Yo el otro día vi la última peli de los Teleñecos y me gusto muchismo. Cuando Mari nos contó que se iba a ir de Madrid para volver a Altea y centrarse en acabar la tesis doctoral, después de mucho discutir sobre si habíamos reaccionado adecuadamente a la noticia de su marcha o no (nuestra amiga tiene una querencia espectacular por el drama), las Superamigas le hicimos la siguiente camiseta como regalo de cumpleaños adelantado:


Un año después, como aún no sabemos cuándo tendremos un fin de semana libre para poder ir a Altea y darle en mano el regalo de su treinta aniversario, le escribo esto para decirle lo mucho que la quiero, cómo la echo en falta y las ganas que tengo de que regrese a la capital.

martes, 14 de julio de 2015

Dulce pájaro de juventud.


Hace años aprendí, viendo a Paul Newman apaleado en la adaptación cinematográfica que Richard Brooks hizo del libreto de Tennessee Williams, que la mejor manera de ganar algunas peleas es la derrota. El indudable atractivo del perdedor que ha combatido con valentía y a pecho descubierto resulta en ocasiones irresistible, especialmente cuando aquellos contra los que se ha luchado son una panda de matones desalmados que tienen por toda estrategia una sucesión cobarde de golpes bajos y puñaladas traperas. Existe, sin embargo, una condición sine qua non para que la fórmula “derrota honrosa = victoria moral y estética” se cumpla, que no es otra que no rendirse y llegar a pelear de verdad.

Iker Casillas anunció este fin de semana su marcha del Real Madrid después de tres años de tensión pública con parte de la grada y de guerra privada con el palco. Entre los varios reproches que los periodistas de la central lechera y parte de la afición le hacen, no encuentro aquello que de verdad se le puede afear al portero blanco: su sometimiento público incondicional, la falta de pundonor que ha mostrado a la hora de defender su figura, el no haber plantado cara a Florentino Pérez.

Pocos lo recuerdan hoy, pero en la primera temporada de Mourinho en el Madrid, Casillas llegó a abrazar las tesis y tácticas del entrenador portugués en los enfrentamientos contra el Barça. Por aquella época, el portero se sumaba a las tanganas no solo con intención de separar y hacía declaraciones tras los partidos en las que siempre culpaba a los árbitros de las derrotas y acusaba de teatreros a sus compañeros blaugranas de selección (siendo estas las únicas veces en las que Casillas se ha puesto delante de una cámara para hacer algo distinto a decir obviedades o besar a la reportera).

Fue la temporada de los cuatro clásicos seguidos tras la que vino un nuevo cruce en la Supercopa en el que el dedo de Mou enseñó al madridismo el nuevo camino a seguir. Ha de resultar difícil no tener la revelación de que has estado siguiendo al mesías equivocado cuando le ves atacando por la espalda a un rival para correr acobardado después. Iker reflexionó, llamó a Xavi para reconstruir la relación, abandonó la senda del luso y desde entonces es un traidor para la versión oficial del madridismo.

Algo me dice que él es consciente de hasta qué punto se devaluó su figura durante esos meses de sometimiento ciego al mourinhismo, y que quizá por ello ha aceptado tan dócilmente los ataques que se han vertido sobre él, como si fuese la penitencia que debe asumir por haber tenido, aunque se brevemente, un comportamiento que sabe indigno. Sin embargo, lo cierto es que, más allá de reelaboraciones literarias a posteriori, a Iker le han perdido dos cosas: su personalidad y un fallo de cálculo.

Respecto a la primera, ya sabemos que los matones como Florentino y sus lacayos, desde su naturaleza cobarde y rastrera, se amedrentan con aquellos que les hacen frente al tiempo que se crecen con los que se dejan pisotear. Existen personas capaces de consentir lo que sea con tal de evitar un enfrentamiento y existen personas a las que los enfrentamientos directamente les ponen. Iker parece ser de los primeros. En ese sentido, su pusilanimidad contrasta con la actitud del otro capitán, Ramos, repleto de orgullo y dispuesto a no ceder lo más mínimo en su pulso con el presidente.

El fallo de cálculo fue pensar que la afición del Madrid sabría agradecer la lealtad del portero a la hora de defender los intereses y la imagen del club. No se puede tener contento a todo el mundo, y pretender agradar a la panda de descerebrados que ya se habían vuelto en su contra es de una ingenuidad tan tierna como descorazonadora. Mientras tanto, aquellos que sí le apoyaban empezaron a pensar que, igual, más que bueno, Casillas se había vuelto tonto.

Con la marcha de Casillas, toda una generación, aquellos para los que el recuerdo de otro portero en el área del Madrid o de la selección es poco más que una vaga reminiscencia infantil, envejecemos quince años de golpe. Empezará ahora un baile de guardametas, al más mayor de los cuales le sacaremos un mínimo de diez años. Serán peores o mejores, pervivirán más o menos, aunque, sinceramente, creo que será difícil que sean tan buenos e imposible que duren tantos años. Eso sí, ya no será alguien que ha crecido con nosotros, ya no tendremos la sensación de que  bien podría ser nuestro compañero de pupitre al que han situado bajo los palos. Desaparece para muchos de nosotros, en definitiva, uno de los últimos vínculos que seguían conectando al fútbol con la niñez.

Su partida es también una victoria de la mediocridad. Aquellos que querían aparentar ecuanimidad en sus críticas insisten en que Iker no entrenaba bien, se esforzaba poco y que todo lo que consiguió fue gracias a un don natural, comentario propio de quien considera el talento una cualidad bajo sospecha en contraste con el meritoriaje y la fiabilidad del esfuerzo ciego. Pretenden así convertir las paradas de Casillas en una especie de leyenda, de ilusión colectiva, de constructo cuasi religioso que nos inventamos entre todos pero que no fue real. Por suerte, algunos de nosotros aún podemos decir que no estamos locos, que lo recordamos bien, que cuando el gol era insalvable, cuando parecía imposible hacer nada… la pelota no entraba.

Solo un mediocre, un triste o un envidioso puede preferir vivir en un pueblo sin Paul Newman hasta el punto de destrozar su rostro para no tener que presenciar tanta belleza cada día. Solo un mediocre, un triste o un envidioso puede preferir que Iker no juegue en su liga, que no defienda los colores de su equipo.

domingo, 21 de junio de 2015

Gente que no odia.

Casi un mes después de que el sistema bipartidista haya recibido un buen meneo en las elecciones (sobre todo a nivel municipal en las grandes capitales), parece que la derecha, política y mediática, se ha aprendido un nuevo estribillo: estamos cargados de odio.

No es que un gran porcentaje de votantes hayamos decidido dar nuestro apoyo de manera libre y legítima a partidos ajenos a las fuerzas tradicionales, no; sino que hemos condensado nuestra ira y rabia en las urnas provocando el ascenso de una serie de agrupaciones cuasi criminales. Somos, en definitiva, responsables de haber llevado a los haters a las instituciones.

Y lo cierto es que de he reconocer que, por una vez, tienen razón. Al menos en mi caso, no mienten: los odio con todas mis ganas. Es por eso que, con voluntad de enmienda, he decidido fijarme en su ejemplo para aprender cómo se puede uno enfrentar a la política dejando el odio para después de comer.

El Partido Popular y sus miembros no odiando:

Esperanza Aguirre no odiando los resultados de unas elecciones libres:


Pablo Casado, nuevo vicesecretario de comunicación del PP, no odiando la Memoria Histórica:


El Partido Popular de Masnou no odiando la libre determinación de los pueblos:



Xavier Albiol, exalcalde del PP de Badalona, no odiando el uso electoralista de la xenofobia:



Marta Casado, candidata del PP, no odiando los matrimonios interraciales:


Esperanza Aguirre, one more time, no odiando la sanidad pública:


Esperanza Aguirre no odiando la enseñanza pública:


José María Aznar no odiando a los partidos independentistas vascos:


Ana Botella no odiando la falta de preparación para desempeñar un cargo público (aunque odiando un poquito la fecha límite para matricularse en la Escuela de Idiomas):



Andrea Fabra no odiando el paro de larga duración:


Rafael Hernando, portavoz del PP, no odiando a los símbolos republicanos (ni atribuyendo los muertos de la Guerra al bando republicano):


Rafael Hernando no odiando a la Memoria Histórica:


Rafael Hernando no odiando a Rubalcaba (efectivamente, le ofreció hostias en el Congreso y tuvieron que sujetarle):


Esperanza Aguirre, here she goes again, no odiando a las fuerzas de seguridad del Estado:


Cristóbal Montoro no odiando al cine español ni a los medios no afines al Gobierno:


El ministro Wert no odiando a la enseñanza catalana:


José María Aznar no odiando a la civilización en general (aunque sí a James Cameron por no darle el papel de Terminator):


La derecha mediática no odiando:

Periódicos no odiando el derecho a huelga:


Telemadrid no odiando la manipulación partidista de medios públicos:


ABC no odiando la instrumentalización del conflicto vasco:


Presentador facha no odiando la homofobia:


El Mundo no odiando la utilización de las víctimas:



ABC no odiando la presunción de inocencia:


Votantes de derecha no odiando:

Entrañables ancianitos no odiando las alternativas políticas:



Simpáticos centristas no odiando pedir taxis con la mano levantada:


Policías no odiando el derecho a manifestación:


Manifestantes no odiando los derechos de las mujeres (a estos los policías los no odia menos):


Gente de bien no odiando los derechos de los homosexuales: