Hace años aprendí, viendo a Paul Newman apaleado en la
adaptación cinematográfica que Richard Brooks hizo del libreto de Tennessee
Williams, que la mejor manera de ganar algunas peleas es la derrota. El indudable
atractivo del perdedor que ha combatido con valentía y a pecho descubierto resulta
en ocasiones irresistible, especialmente cuando aquellos contra los que se ha
luchado son una panda de matones desalmados que tienen por toda estrategia una
sucesión cobarde de golpes bajos y puñaladas traperas. Existe, sin embargo, una
condición sine qua non para que la
fórmula “derrota honrosa = victoria moral y estética” se cumpla, que no es otra
que no rendirse y llegar a pelear de verdad.
Iker Casillas anunció este fin de semana su marcha del Real
Madrid después de tres años de tensión pública con parte de la grada y de
guerra privada con el palco. Entre los varios reproches que los periodistas de
la central lechera y parte de la afición
le hacen, no encuentro aquello que de verdad se le puede afear al portero
blanco: su sometimiento público incondicional, la falta de pundonor que ha
mostrado a la hora de defender su figura, el no haber plantado cara a
Florentino Pérez.
Pocos lo recuerdan hoy, pero en la primera temporada de
Mourinho en el Madrid, Casillas llegó a abrazar las tesis y tácticas del
entrenador portugués en los enfrentamientos contra el Barça. Por aquella época,
el portero se sumaba a las tanganas no solo con intención de separar y hacía
declaraciones tras los partidos en las que siempre culpaba a los árbitros de
las derrotas y acusaba de teatreros a sus compañeros blaugranas de selección (siendo
estas las únicas veces en las que Casillas se ha puesto delante de una cámara
para hacer algo distinto a decir obviedades o besar a la reportera).
Fue la temporada de los cuatro clásicos seguidos tras la que
vino un nuevo cruce en la Supercopa en el que el dedo de Mou enseñó al
madridismo el nuevo camino a seguir. Ha de resultar difícil no tener la
revelación de que has estado siguiendo al mesías equivocado cuando le ves
atacando por la espalda a un rival para correr acobardado después. Iker reflexionó,
llamó a Xavi para reconstruir la relación, abandonó la senda del luso y desde entonces
es un traidor para la versión oficial del madridismo.
Algo me dice que él es consciente de hasta qué punto se
devaluó su figura durante esos meses de sometimiento ciego al mourinhismo, y
que quizá por ello ha aceptado tan dócilmente los ataques que se han vertido
sobre él, como si fuese la penitencia que debe asumir por haber tenido, aunque
se brevemente, un comportamiento que sabe indigno. Sin embargo, lo cierto es
que, más allá de reelaboraciones literarias a posteriori, a Iker le han perdido
dos cosas: su personalidad y un fallo de cálculo.
Respecto a la primera, ya sabemos que los matones como
Florentino y sus lacayos, desde su naturaleza cobarde y rastrera, se amedrentan
con aquellos que les hacen frente al tiempo que se crecen con los que se dejan
pisotear. Existen personas capaces de consentir lo que sea con tal de evitar un
enfrentamiento y existen personas a las que los enfrentamientos directamente
les ponen. Iker parece ser de los primeros. En ese sentido, su pusilanimidad
contrasta con la actitud del otro capitán, Ramos, repleto de orgullo y dispuesto
a no ceder lo más mínimo en su pulso con el presidente.
El fallo de cálculo fue pensar que la afición del Madrid
sabría agradecer la lealtad del portero a la hora de defender los intereses y
la imagen del club. No se puede tener contento a todo el mundo, y pretender
agradar a la panda de descerebrados que ya se habían vuelto en su contra es de
una ingenuidad tan tierna como descorazonadora. Mientras tanto, aquellos que sí
le apoyaban empezaron a pensar que, igual, más que bueno, Casillas se había
vuelto tonto.
Con la marcha de Casillas, toda una generación, aquellos
para los que el recuerdo de otro portero en el área del Madrid o de la
selección es poco más que una vaga reminiscencia infantil, envejecemos quince
años de golpe. Empezará ahora un baile de guardametas, al más mayor de los
cuales le sacaremos un mínimo de diez años. Serán peores o mejores, pervivirán
más o menos, aunque, sinceramente, creo que será difícil que sean tan buenos e
imposible que duren tantos años. Eso sí, ya no será alguien que ha crecido con
nosotros, ya no tendremos la sensación de que
bien podría ser nuestro compañero de pupitre al que han situado bajo los
palos. Desaparece para muchos de nosotros, en definitiva, uno de los últimos
vínculos que seguían conectando al fútbol con la niñez.
Su partida es también una victoria de la mediocridad. Aquellos
que querían aparentar ecuanimidad en sus críticas insisten en que Iker no
entrenaba bien, se esforzaba poco y que todo lo que consiguió fue gracias a un
don natural, comentario propio de quien considera el talento una cualidad bajo sospecha en contraste con el meritoriaje y la
fiabilidad del esfuerzo ciego. Pretenden así convertir las paradas de Casillas
en una especie de leyenda, de ilusión colectiva, de constructo cuasi religioso
que nos inventamos entre todos pero que no fue real. Por suerte, algunos de
nosotros aún podemos decir que no estamos locos, que lo recordamos bien, que
cuando el gol era insalvable, cuando parecía imposible hacer nada… la pelota no
entraba.
Solo un mediocre, un triste o un envidioso puede preferir
vivir en un pueblo sin Paul Newman hasta el punto de destrozar su rostro para
no tener que presenciar tanta belleza cada día. Solo un mediocre, un triste o
un envidioso puede preferir que Iker no juegue en su liga, que no defienda los
colores de su equipo.
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