martes, 14 de julio de 2015

Dulce pájaro de juventud.


Hace años aprendí, viendo a Paul Newman apaleado en la adaptación cinematográfica que Richard Brooks hizo del libreto de Tennessee Williams, que la mejor manera de ganar algunas peleas es la derrota. El indudable atractivo del perdedor que ha combatido con valentía y a pecho descubierto resulta en ocasiones irresistible, especialmente cuando aquellos contra los que se ha luchado son una panda de matones desalmados que tienen por toda estrategia una sucesión cobarde de golpes bajos y puñaladas traperas. Existe, sin embargo, una condición sine qua non para que la fórmula “derrota honrosa = victoria moral y estética” se cumpla, que no es otra que no rendirse y llegar a pelear de verdad.

Iker Casillas anunció este fin de semana su marcha del Real Madrid después de tres años de tensión pública con parte de la grada y de guerra privada con el palco. Entre los varios reproches que los periodistas de la central lechera y parte de la afición le hacen, no encuentro aquello que de verdad se le puede afear al portero blanco: su sometimiento público incondicional, la falta de pundonor que ha mostrado a la hora de defender su figura, el no haber plantado cara a Florentino Pérez.

Pocos lo recuerdan hoy, pero en la primera temporada de Mourinho en el Madrid, Casillas llegó a abrazar las tesis y tácticas del entrenador portugués en los enfrentamientos contra el Barça. Por aquella época, el portero se sumaba a las tanganas no solo con intención de separar y hacía declaraciones tras los partidos en las que siempre culpaba a los árbitros de las derrotas y acusaba de teatreros a sus compañeros blaugranas de selección (siendo estas las únicas veces en las que Casillas se ha puesto delante de una cámara para hacer algo distinto a decir obviedades o besar a la reportera).

Fue la temporada de los cuatro clásicos seguidos tras la que vino un nuevo cruce en la Supercopa en el que el dedo de Mou enseñó al madridismo el nuevo camino a seguir. Ha de resultar difícil no tener la revelación de que has estado siguiendo al mesías equivocado cuando le ves atacando por la espalda a un rival para correr acobardado después. Iker reflexionó, llamó a Xavi para reconstruir la relación, abandonó la senda del luso y desde entonces es un traidor para la versión oficial del madridismo.

Algo me dice que él es consciente de hasta qué punto se devaluó su figura durante esos meses de sometimiento ciego al mourinhismo, y que quizá por ello ha aceptado tan dócilmente los ataques que se han vertido sobre él, como si fuese la penitencia que debe asumir por haber tenido, aunque se brevemente, un comportamiento que sabe indigno. Sin embargo, lo cierto es que, más allá de reelaboraciones literarias a posteriori, a Iker le han perdido dos cosas: su personalidad y un fallo de cálculo.

Respecto a la primera, ya sabemos que los matones como Florentino y sus lacayos, desde su naturaleza cobarde y rastrera, se amedrentan con aquellos que les hacen frente al tiempo que se crecen con los que se dejan pisotear. Existen personas capaces de consentir lo que sea con tal de evitar un enfrentamiento y existen personas a las que los enfrentamientos directamente les ponen. Iker parece ser de los primeros. En ese sentido, su pusilanimidad contrasta con la actitud del otro capitán, Ramos, repleto de orgullo y dispuesto a no ceder lo más mínimo en su pulso con el presidente.

El fallo de cálculo fue pensar que la afición del Madrid sabría agradecer la lealtad del portero a la hora de defender los intereses y la imagen del club. No se puede tener contento a todo el mundo, y pretender agradar a la panda de descerebrados que ya se habían vuelto en su contra es de una ingenuidad tan tierna como descorazonadora. Mientras tanto, aquellos que sí le apoyaban empezaron a pensar que, igual, más que bueno, Casillas se había vuelto tonto.

Con la marcha de Casillas, toda una generación, aquellos para los que el recuerdo de otro portero en el área del Madrid o de la selección es poco más que una vaga reminiscencia infantil, envejecemos quince años de golpe. Empezará ahora un baile de guardametas, al más mayor de los cuales le sacaremos un mínimo de diez años. Serán peores o mejores, pervivirán más o menos, aunque, sinceramente, creo que será difícil que sean tan buenos e imposible que duren tantos años. Eso sí, ya no será alguien que ha crecido con nosotros, ya no tendremos la sensación de que  bien podría ser nuestro compañero de pupitre al que han situado bajo los palos. Desaparece para muchos de nosotros, en definitiva, uno de los últimos vínculos que seguían conectando al fútbol con la niñez.

Su partida es también una victoria de la mediocridad. Aquellos que querían aparentar ecuanimidad en sus críticas insisten en que Iker no entrenaba bien, se esforzaba poco y que todo lo que consiguió fue gracias a un don natural, comentario propio de quien considera el talento una cualidad bajo sospecha en contraste con el meritoriaje y la fiabilidad del esfuerzo ciego. Pretenden así convertir las paradas de Casillas en una especie de leyenda, de ilusión colectiva, de constructo cuasi religioso que nos inventamos entre todos pero que no fue real. Por suerte, algunos de nosotros aún podemos decir que no estamos locos, que lo recordamos bien, que cuando el gol era insalvable, cuando parecía imposible hacer nada… la pelota no entraba.

Solo un mediocre, un triste o un envidioso puede preferir vivir en un pueblo sin Paul Newman hasta el punto de destrozar su rostro para no tener que presenciar tanta belleza cada día. Solo un mediocre, un triste o un envidioso puede preferir que Iker no juegue en su liga, que no defienda los colores de su equipo.

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