martes, 1 de septiembre de 2015

El último día de las vacaciones.


Cuando era pequeño tenía, como muchos de vosotros, una asignatura de nombre ridículo que a día de hoy aún provoca que los que estudiaron en planes educativos anteriores a los nuestros se pitorreen: Conocimiento del Medio. En esa amalgama capaz de incluir en un mismo libro el aparato reproductor femenino y los ríos de Aragón, estudiábamos también Historia. Y en ella, las distintas revoluciones industriales y las subsiguientes conquistas de las clase obrera.

En estas estábamos cuando me encontré por primera vez con el concepto de "vacaciones pagadas". En un principio me lo tomé de manera literal, por difícil que me resultase imaginar al patrón de una fabrica cerrando paquetes vacacionales en la Costa Azul para toda la plantilla. Después nos lo explicaron y, aunque no era algo tan idílico como lo que había visualizado en un primer momento, en absoluto era un logro baladí, a pesar de que se tratase de una de esas conquistas que, por su pura lógica (que el trabajador tenga derecho a un descanso remunerado que se prolongue más allá del estipulado entre jornada y jornada), una mente infantil no pueda explicarse cómo se tardó siglos en conseguir.

No muchos años después de esa clase de Conocimiento del Medio empecé a trabajar por primera vez, a los dieciséis, y casi sin dejar de hacerlo desde entonces tuve que esperar hasta haber cumplido casi los treinta para poder disfrutar de vacaciones pagadas por primera vez. Después de años de trabajos sin contrato, por obra y servicio sin derecho a vacaciones, como autónomo... la posibilidad de pasar dos semanas sin ir al tajo y seguir cobrando me parecía casi irreal. Me recuerdo bromeando con mis compañeros, diciéndoles "bueno, yo los primeros días me vengo igualmente y me quedo a un ladito por si acaso".

Por mucho que lo dijese de broma, esa normalización a la hora de desposeernos de derechos que habíamos tardado años en conseguir es uno de los grandes triunfos del neoliberalismo. La cantinela del "años por encima de vuestras posibilidades" llevada a la práctica; ese por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa que fue el "albañiles viviendo mejor que médicos" que todos debíamos entonar como acto de contrición por el pecado de haber querido disfrutar de los privilegios del señorito (y ante al que de nada servía objetar que habría que ver qué médico y qué albañil, el trabajo del uno y el del otro).

En definitiva, la existencia de tarugos que opinan que la asistenta, el frutero y el mecánico no debieran tener derecho a según que cosas, por más que nos sorprenda, no es algo tan fuera de lo común (echad un vistazo a los retuits de Masa Enfurecida o a las tertulias del TDT Party), y todos pudimos comprobarlo con la ridícula polémica de las vacaciones de Carmena, que no parece que tuviera un descanso a todo a trapo precisamente.

Es más desconcertante que ese tipo de mentalidad acabe llegando a los propios trabajadores, que a mi regreso a Madrid después de una semana fuera, cuando mi padre me pregunta cuándo me reincorporo a trabajar y le respondo que aún me quedan siete días, él me replica "joder, macho, cómo vives". Porque yo a veces también me sorprendo pensando que me estoy dando un lujo que no me debiera permitir, incubando cierto sentimiento de culpa por pequeños caprichos que me apetecen, que me he ganado con mi esfuerzo y que puedo costear y que, sin embargo, el clima de incertidumbre y precariedad reinante me llevan a darles a una importancia sobredimensionada.