miércoles, 21 de enero de 2015

Por sus gustos los conoceréis: Profundo análisis de nuestros políticos desde la más absoluta superficialidad.


Nada más lejos de mi intención que caer en el trillado cliché que insiste en que “todos los políticos son iguales”, sencillamente, porque no creo que sea verdad. Sin embargo, sí que es cierto que, entrados en la campaña electoral, unos políticos y otros resultan muy difíciles de distinguir entre sí. Más que nada, porque a la hora del cortejo todos los humanos nos comportamos más o menos igual y acabamos siendo lo mismo: un compendio de buenas intenciones que responden al ya clásico “prometer hasta meter y, después de haber metido, olvidar lo prometido”, que Pablo Iglesias recientemente actualizó con su “follar se folla desnudo, pero ligar se hace vestido”.

Y el problema precisamente es ese: que votar, al igual que ligar, se hace vestido; pero al llegar a casa y quitarnos la ropa, muchas veces nos encontramos con que el menú no era el esperado. Solo así se entiende que Rajoy y el Partido Popular pudieran sacar una mayoría absoluta tan aplastante en un país azotado por la crisis y plagado de parados como era la España de 2011. Porque ligó vestido.

Prometió que no dedicaría un euro de gasto público a rescatar a los bancos, que crearía empleo, que no subiría el IVA, que no haría recortes… Todo eso lo dijo con traje y corbata. Pero más tarde se quitó la ropa y nos folló a todos.

Si Rajoy fuese el único en cuya palabra no se puede confiar, tampoco pasaría nada, porque ¿qué se puede esperar de la extrema derecha? Pero en este año de campaña electoral non stop que nos espera él no es el único que se está poniendo guapo para llevarnos al huerto. También lo hace la derecha moderada del PSOE en la que Pedro Sánchez niega y otra vez cualquier posibilidad de gran coalición (no, no, qué va) o Podemos con su absurda insistencia en que no son un partido ni de izquierdas ni de derechas (pues muy bien).

Llegados a este punto, si la campaña electoral es poco más que una fiesta de solteros en la que todos nos van a decir exactamente aquello que esperamos escuchar, ¿qué criterio puedo utilizar para elegir a mi candidato y no equivocarme? Pues exactamente el que usarías en una fiesta de solteros: la superficialidad más absoluta.

Ninguno nos vamos a casa con nadie después de coincidir en una fiesta porque nos diga que va a ser muy buena con nosotros, sino porque nos atraiga gracias a su aspecto físico y a una serie de intereses compartidos totalmente banales. Y en eso es en lo que debemos fijarnos en nuestros políticos para conocerlos de verdad.

Mariano Rajoy:


De Rajoy sabemos que es un señor de provincias al que le gusta fumar puros y leer el Marca. Es más, nunca una persona pudo ser definida en su totalidad de manera más adecuada con menos palabras. Insisto: Rajoy es un señor de provincias al que le gusta fumar puros y leer el Marca. Eso y nada más que eso.

¿Inquietudes culturales? Diría que se le desconocen, que Rajoy es esa típica persona anodina que nos parece casi irreal que no tiene canciones favoritas porque apenas le gusta la música y que, si no fuera por el estreno de Ocho apellidos vascos, la última vez que fue al cine fue en el 86.

Sin embargo, hace unos años subió a la web del PP algunos de sus gustos para mostrarse más cercano a los ciudadanos (sí, esa es su idea de cercanía). Como canciones favoritas indicó: Every breath you take, de Police; With a little help from my friends, de los Beatles; y La chica de ayer, de Nacha Pop. Y, aun gustándome mucho las tres canciones (bueno, la de Police no tanto), he de decir que: GUSTOS MÁS CUÑADOS NO EXISTEN. ¿Y que es un cuñado por definición si no un señor de provincias al que le gusta fumar puros y leer el Marca?

Pero donde Rajoy se revela como un cuñado nivel Champions League es con sus películas favoritas. Nada más y nada menos que Tesis, de Amenábar; Regreso al futuro, de Zemeckis; y El abuelo, de Garci. Llámalo eclecticismo, llámalo que tiene la misma personalidad y criterio que el ficus de la sala de estar, pero elección más random solo podría haberla hecho si hubiera respondido “la que sea que echen a las tres de la tarde en la uno, porque a mí después de comer me da igual so que arre y me voy a quedar dormido pongan lo que pongan”.

En cuanto a gustos seriéfilos poco o nada se sabe. Hay que entender que él pertenece a una generación anterior en la que la ficción televisiva no estaba tan bien considerada. Dicho esto, creo que nos arriesgamos muy poco si nos aventuramos a decir que se emocionó con Menudo es mi padre, rió con Hostal Royal Manzanres y vibró con Lleno, por favor.

Respecto a gustos literarios… ya no sé cómo deciros que a él le gusta leer el Marca.

Rajoy es ese tipo de hombre que tiene una Gía Marca en cada váter de su casa.

Sobre su aspecto físico, Rajoy se dejó barba por el mismo motivo por el que lo hacemos todos: para parecer más hombre. Y nunca una barba dotó de menor virilidad a su portador.


Tiene el mismo look desde hace lustros y podría llevar desde el 88 llevando el mismo traje. De hecho, él cree que lo hace, puesto que hace años que no compra ropa, labor que delega en sus asesores o en su señora, que le hacen creer que los calzoncillos nuevos aparecen por arte de magia en su mesilla.

En definitiva, la estética y gustos de Rajoy nos hablan de un pusilánime con ninguna inquietud vital distinta a dejar pasar el tiempo viendo competiciones deportivas mientras espera un infarto de miocardio; alguien que cederá a lo que sea que se espere de él, sea casarse con una mujer o presentarse a presidente del gobierno, pero que siempre preferiría estar en casa en pantuflas viendo Teleporte.

Pedro Sánchez:

Si tu mirada se cruza con la de Pedro Sánchez, date por embarazada.

Pedro Sánchez es tonto. Lamento el spoiler. Sé que igual debería haber dejado la conclusión para el final. Pero tío más tonto que él no se ve en España desde hace tiempo. Y, de hecho, es por eso que está donde está: para sublimar la expresión tonto útil hasta sus últimas consecuencias.

Y para aquellos que dudéis de si exagero con su tontuna, aquí tenéis varias joyas en forma de tuits de Pedro Sánchez haciéndose el coleguita:

Efectivamente, Sánchez está convencido de ser un tío guay. Es el profesor enrollado, el capitán del equipo de baloncesto, el guaperas de la fiesta. Te hace sentir especial por el mero hecho de estar hablando contigo… pero a los dos minutos te das cuenta de que no solo nunca podrás gustarle tanto como él se gusta a sí mismo, sino que, además, no tiene nada mínimamente interesante que decir.

Puede que tengáis algún gusto en común (él señala a Los Planetas, La Habitación Roja y Björk entre sus grupos favoritos), pero en secreto fantasea con cómo hubiera sido la portada de su CD si al final se hubiera animado a presentarse a Operación Triunfo.


Entre sus principales aficiones se encuentra la práctica de deporte, aunque siempre que puede encuentra tiempo para acercarse a un grupo de jubiladas a que le digan lo guapo que es.


Porque él es, además de guay, es, por encima de todas las cosas, el yerno perfecto. Y como tal se viste.

En su infinito afán por molar, ha llegado a oficiar bodas de sus amigos, en las que suele terminar leyendo un poema (un fucker como él siempre lleva a Neruda en el bolsillo listo para disparar).

Pablo Iglesias:


Que  Pablemos es un  drama a nivel estético lo sabe hasta su madre. Pero, para aquellos que dudéis de la importancia que nuestro aspecto tiene en la visión que los demás se forman de nosotros, solo tenéis que mirar la siguiente foto:


¿Puede quedar alguna duda de que un tío con este aspecto es un corrupto? No existe traslación estética más adecuada de la condición corrupta que el look de El Bigotes. De hecho, después de presentarse al juicio con semejante aspecto, cualquier conclusión sobre su culpabilidad a la que llegase el juez sería redundante. “Es usted culpable.” “¿Por qué?” “Mírese a un espejo.”

Pues bien, Pablo Iglesias sabe todo esto, porque podrá ser muchas cosas, pero no es alguien que no estudie y se prepare bien todo lo que hace y dice. Él sabe perfectamente que nuestra imagen es un lenguaje; uno fundamental, puesto que desde él se articula la impresión primaria que damos a los demás. Y con ello juega.

Así, su imagen es la de ese tío que va a la fiesta de solteros sin arreglar porque es tan profundo e interesante que no necesita hacerlo. “Me muestro ante vosotros tal cual soy”, parece querer decirnos con su aspecto informal. De hecho, cuanto menos intenta arreglarse, casi mejor, porque en la vida he visto un tío con más problemas para encontrar una camisa que le siente bien.

Llegamos así a su famosa declaración de que se compra la ropa en Alcampo, con la cual se pasó de frenada. Porque, en primer lugar, si es verdad, simplemente le convierte en un cutre. Y, en segundo lugar, porque si no lo es y lo dijo para empatizar con la población nombrando unos grandes almacenes populares que no fueran propiedad de Amancio Ortega, es un cretino, puesto que la gente humilde no se identifica o deja de identificar con nadie porque compre la ropa en Alcampo, Zara, Lefties o el mercadillo.

Respecto a sus gustos musicales, le gustan Los Chikos del Maíz, Habeas Corpus, Carlos Cano, Joaquín Sabina y Aretha Franklin; inclinaciones que se podían resumir bajo el epígrafe eclecticismo de mierda, no solo porque le gusten cosas de cualquier género sin orden ni concierto, sino porque (salvando a Aretha) le gusta casi lo peor de cada casa.

No consigo encontrar en Internet referencias sobre sus intereses literarios, aunque sí recuerdo algunas declaraciones en las que hablaba de su gusto por el boom latinoamericano (el de Don Omar y Pitbull no, el otro). García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, etc., intereses que comprendo y comparto, pero que me hacen temer por un futuro de sociademocracia whiskyprogre en el que no tardemos en verle de la mano de Cebrián.

Le gustan las series Dexter, The Wire y Juego de Tronos (cuesta poco imaginarle vestido de la Khaleesi en la intimidad), lo que no dejan de ser gustos flipado, sin que ello tenga nada de malo. Los flipados son necesarios en la sociedad porque ellos son los que se animan a intentar cambiar un mundo repleto de cínicos depresivos como yo.

Afirma que una de las cosas que más echa de menos  desde su condición de figura pública es practicar deporte, cuya ausencia la nota en un peor estado físico. Imagino que su novia Tania Sánchez también lo echa de menos, porque desnudo me lo imagino con el mismo aspecto que el señor Burns.



En resumen, Pablo Iglesias es el progre pseudocultureta de la fiesta de solteros. Con él corres el riesgo de que a la mínima te deje con la palabra en la boca para irse a hablar con el Papa o la reina Letizia, porque a él le flipa codearse con estas figuras buenrrollistas del establishment; pero, sin duda, me iría con él mucho antes que con Rajoy o Sánchez, porque los otros ya sabes qué clase de basura son y con Iglesias, aunque no auguro un final feliz, igual hasta te llevas un buen meneo.

Alberto Garzón:


No voy a ocultar que Alberto Garzón me gusta mucho. De él sabemos que es leal, porque que alguien con su proyección política haya permanecido en Izquierda Unida con el Cristo que día sí y día también tienen montado en el partido tiene mérito; que no se limita con decir a la gente que no la toma por tonta, sino que realmente no lo hace al no claudicar a rebajar la complejidad de su discurso; y que no solo no disimula que es de izquierdas, sino que se enorgullece de ello.

Pero no todo podía ser bueno, y tiene unos gustos musicales de mierda: Platero y Tú, Marea, Doctor Deseo, Boikot… Grupos idóneos para el fan tipo del Viñarock que en el fondo es y que no tendrían por qué estar tan mal, pero que empeora cuando da el salto internacional a Muse, Placebo o Linkin Park.

De series dice que le gusta la ya clásica Juego de Tronos y de películas, salvo La vida de Brian, nada encuentro, pero algo me dice que si le llevas a ver un blockbuster de superhéroes te retira la palabra.

No viste mal, pero sí como el joven envejecido prematuramente que lleva siendo desde los doce. Ni es tan guapo como para ser guapo, ni tan feo como para ser feo; y, según me dicen, en los actos de partido las chicas se lo rifan.

Alberto Garzón es, en definitiva, esa chica que tu amiga no para de insistirte en que es perfecta para ti y de la que pasas fiesta tras fiesta para fijarte en alguna tetona hueca. Haz lo que quieras, pero yo que tú le pediría el teléfono.

Rosa Díez:

Rosa Díez con el peinado de follar.

Rosa Díez es esa madurita que empieza a temer que su tiempo haya pasado, sin sospechar que su tiempo nunca llegó en realidad.

Rosa Díez vestirá como se tenga que vestir para ganar un voto.

Rosa Díez se teñirá el pelo del color que sea para aparecer un minuto en televisión.

Rosa Díez verá películas turcas por un instante en el poder.

Rosa Díez escuchará los discos de moda y no entenderá nada.

Rosa Díez sacrificará un bebé foca, edificará en un cementerio indio y participará en Humor Amarillo sin con ello se garantiza un ministerio.

Una semana después de la fiesta ella organizará otra en Sol a la que no irá nadie.

Albert Rivera:


Albert Rivera es el guaperas que llega tarde a la fiesta trastocando el equilibrio y provocando un nuevo baile de parejas.

Por un lado, no me cae tan mal como a muchos de mis otros amigos de izquierdas, porque se le ve relativamente sensato y honrado; pero ni mucho menos me llega a gustar como sí le pasa a mis amigos neutrales, más que nada porque lleva establishment tatuado a fuego en la mirada. De hecho, mi impresión es que poco a poco se irá convirtiendo en el plan B de los poderes fácticos cuando estos se den cuenta de que Pedro Sánchez es demasiado tonto hasta para ser un tonto útil, con lo que le pronosticó un apoyo masivo e indisimulado de los medios institucionales de aquí a las elecciones.

Albert Rivera es guapo, es joven, viste bien y le quedan dos fines de semana con pelo. En ese sentido, es casi perfecto, si obviamos su pasado flirteo con la extrema derecha, cuestión a la que los medios dedicarán aproximadamente una décima parte del tiempo que dedican a las simpatías bolivarianas de Podemos. Porque ya sabemos que los deslices con la extrema derecha son pecadillos de juventud y los de extrema izquierda, una letra escarlata que acarrear por los siglos de los siglos.

Sobre sus gustos y aficiones, ayer concedió una entrevista a El Hormiguero en la que supongo que me podría documentar bastante bien al respecto, pero este es un blog personal del que no saco beneficio económico y me niego a ver el programa de Pablo Motos gratis. Incluso aunque me pagasen, no hay dinero en el mundo que me haga querer ver El Hormiguero.

Sí que he de añadir que, en una campaña de su partido, se desnudó para hacer los carteles; anécdota que recuerda como la mayor locura de su vida junto a otra ocasión en la que se bañó, también desnudo, con unos amigos en Torremolinos y un pico que se dio borracho con un amigo en Nochevieja.

En definitiva, Albert Rivera puede parecer un partidazo, pero te va a engañar y lo sabes.

domingo, 11 de enero de 2015

Agua pasada. Pintura rupestre. Cicatriz.

Hace unas semanas me encontré con la siguiente foto en internet y me fascinó:


Agua pasada.


Para aquellos que no sepáis inglés, se trata de una captura correspondiente al hilo de comentarios de alguna página, imagino que a Youtube. Un chico comenta, a propósito de la canción compartida: “me hicieron mi primera mamada mientras sonaba esta canción”; a lo que alguien responde “hice mi primera mamada mientras sonaba esta canción… JOHN?”.

“Wow. Vaya… esto es incómodo. Así que… cómo te va, Alice?”, responde el chico, a lo que la posible Alice contesta: “Más de lo mismo… chupándosela a tíos mientras suenan canciones… tengo un hijo ahora”.

Si la historia es verdad, me parece el mejor comienzo posible que hoy en día se puede escribir para una comedia romántica, aunque también es muy probable que pueda ser un fake, o que simplemente dos desconocidos se hayan seguido el juego (GENIOS, si es así). En cualquier caso, me produjo, al mismo tiempo, una gracia y ternura enormes, y a la vez me hizo pensar en un par de cosas.

Pintura rupestre.


Por un lado, resulta curioso pensar cómo los que creemos los momentos trascendentales de nuestra vida en realidad los compartimos con absolutos desconocidos. Esta hipótesis podría resultar ventajista si os dijese que pensaseis en qué sabéis a día de hoy de aquella persona con la que os disteis el primer beso, de aquella con la que perdisteis la virginidad o que se convirtió en vuestro primer novio o novia. En muchos casos, incluso vuestros mejores amigos, aquellos de los que parecíais inseparables, con los que jugasteis al fútbol por primera vez, visteis las primeras pelis porno, compartisteis el primer viaje al extranjero, os bebisteis las primeras cervezas y fumasteis vuestros primeros porros, hoy se han convertido en extraños con los que apenas tenéis nada en común, a los que llamáis por teléfono una vez al mes para preguntaros “¿qué tal todo?” para responder “bien” con independencia de lo poco o nada que ese adverbio se adecúe a vuestro momento vital. Una vez al año (dos o tres, si hay alguna boda de por medio) os reunís, y antes de que llegue el segundo ya estáis rememorando anécdotas para no morir de sopor.

Pero, como digo, mi propuesta de que los ritos iniciáticos de nuestra vida los compartimos con desconocidos resulta bastante obvia si la reducimos a la infancia, puesto que está claro que todos crecemos y evolucionamos bastante desde entonces. Pero es algo que no se circunscribe solo a la niñez. También en la vida adulta, amistades inquebrantables se rompen (o, simplemente, se distancian) provocando que aquellas personas con las que compartisteis todos y cada uno de los fines de semana de tu vida desde los veinte hasta los treinta pase a ser poco más que un recuerdo borroso de una persona que ya no existe.

Desde luego, que esta misma situación también se repite continuamente en el ámbito laboral. Si bien es posible que con nuestros compañeros de trabajo apenas compartamos ningún momento trascendental de nuestra existencia, también es cierto que son las personas con las que más tiempo pasamos, muy por encima de nuestros padres, parejas, hijos o demás seres queridos (sé que resulta jodido pensarlo, pero es ASÍ). Luego hay grados y grados, porque hay trabajos que requieren una interacción directa con el compañero mucho mayor que otros. No es lo mismo ser el informático o la recepcionista de una empresa, que trabajar en una tienda pequeña, como es mi caso, en la que la mayor parte del día la pasas con una persona a la que si mañana cambiase de trabajo es muy posible que jamás vuelvas a ver.

Y en lo relativo al amor, todos conoceréis casos de parejas que después de muchos años de relación rompen y no vuelven a saber nada el uno del otro (me refiero a relaciones ya en la adultez, no al típico noviazgo de instituto). Puede que aquella persona con la que tuviste hijos (y es difícil convenir un momento más trascendental que ese) acabe siendo para ti alguien no más cercano que el panadero o el vecino del quinto. Puede, incluso, que tus propios hijos o tus propios padres acaben siendo los extraños.

Todo esto me llevó también a pensar en la excesiva importancia que en ocasiones le damos a las primeras veces, cuando las realmente trascendentales son las últimas. Poco peso tendrá en tu vida la primera persona a la que te follaste en comparación con la última a la que lo harás; los amigos con quienes te tomaste tus primeras copas en comparación con los que tomarás las últimas; las personas con las que primero compartiste tu vida adulta a aquellas con las que la terminarás.

Cicatriz.


Con frecuencia pienso en el amor en particular, y en las relaciones humanas en general, como una cicatriz. Me refiero a que la capacidad humana para recuperarse del dolor y seguir adelante me parece increíble. Los ejemplos que antes mencionaba deberían resultar descorazonadores por sí mismos, darnos ganas de hundirnos en la cama y no salir de ella nunca más, y a pesar de ello, cada día salimos a la calle en busca de nuevos amores y amistades que el tiempo terminará por borrar.

Esa capacidad de recuperación me parece, al mismo tiempo, infinitamente bella e infinitamente triste, porque subraya sobremanera que todos somos contingentes, que (casi) ninguna ausencia es tan terrible como para matar por sí misma. Es infinitamente bello e infinitamente triste que una madre pueda sobreponerse a la muerte de un hijo, que alguien pueda superar la muerte del ser amado.

El amor perdido termina por convertirse en agua pasada, en pintura rupestre. En una cicatriz donde solía haber una herida que, peor o mejor curada, ya no sangra; que, si acaso, molesta en las tardes de frío y en los cambios de tiempo, pero que, aun con menos ligereza que la que acostumbrábamos, no nos impide seguir adelante.

Yo por ti seré agua pasasa, yo ti por seré pintura rupestre.